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No se puede elegir lo que no se conoce

  • Foto del escritor: Luciana Inés Mazzei
    Luciana Inés Mazzei
  • 17 oct 2024
  • 4 Min. de lectura

Hace tiempo, quienes profesamos la fe católica vemos con tristeza cómo nuestros templos se van vaciando. Los jóvenes nos miran de reojo cuando los invitamos a misa y dicen: “la iglesia está llena de viejas que reza el rosario”. Quienes participamos activamente en la vida de las comunidades eclesiales nos preguntamos ¿qué está pasando? ¿será que Nietzsche tenía razón y como Dios ha muerto ya nadie se acerca a rezarle?

Aquí presento algunas respuestas sobre lo que está ocurriendo con la espiritualidad de las personas, para volver a vivir la religiosidad en y desde la familia. Como todo, en el desarrollo de la persona, la religiosidad se aprende a vivir en la familia y no debe descuidarse porque se trata de desarrollar la dimensión espiritual del ser humano que es cuerpo, mente y espíritu y si una dimensión no se hace crecer es como una mesa de tres patas que se cae porque le falta una.

El hombre es un ser biográfico, por eso para entender su vida tiene que entender su propia historia. Esta característica es lo que lleva al hombre a preguntarse sobre el sentido de la vida,  por qué y para qué está en el mundo, pregunta que sólo encuentra respuesta cuando puede trascenderse a sí mismo, tener una mirada ampliada de la propia existencia y entrar en contacto con su espiritualidad

Los dolores de la vida y la propia historia sólo pueden justificarse desde una perspectiva propiamente religiosa.

El hombre sabe que ha recibido gratuitamente el don de la vida y también que está llamado a ser libre. Una libertad intrínseca para tomar decisiones a lo largo de la vida, asumiendo que no está hecho del todo, pero tampoco está todo por hacer.

A la vocación de la existencia puede responder libremente y decidir cómo vivir. Pero para esto necesita ser cuidado en el seno de una familia. Es un ser social y cultural, por lo tanto no puede hacerse cargo de sí mismo y de su propia realidad si no en familia, donde aprende a ser con otros y para otros.

Dentro de la familia puede el hombre comprender la propia historia, porque necesita de la referencia de otros para comprender el sentido de la vida, su relación con el Creador y la propia trascendencia.

Desde tiempos inmemoriales ha sido la familia el centro de la vida religiosa y espiritual. La religión primitiva ha constituido a la familia, el matrimonio y la autoridad paterna, los rasgos del parentesco. De ella han surgido todas las instituciones, las reglas, las costumbres y principios.

Si bien con el tiempo se han modificado, sigue siendo la familia el lugar preferencial donde el hombre aprende a ser espiritual y religioso. Aun cuando el secularismo y el laicismo imperantes en la sociedad buscan alejarlo del absoluto, necesita encontrar respuestas al dolor y los males de este mundo, necesita encontrar el sentido de su vida y algo superior que lo oriente.

Como consecuencia de la creciente secularización y el laicismo imperante en la sociedad actual, surgen corrientes pseudoespirituales e ideologías como el feminismo, el veganismo, el ecologismo la ideología de género y algunas otras, que sacan al hombre del centro de la escena social igualándolo con creaturas inferiores. De la mano de la inclusión social, la no discriminación y el respeto por las diferencias, a las familias se les hace muy difícil hablar de Dios y de religión, porque hablar de Dios y religión implica hablar de conductas morales, de cambio interior y de que no todo vale en la vida; libertad no es lo mismo que libertinaje; que con mi cuerpo no hago lo que quiero, porque mi cuerpo y yo somos una unidad y porque los seres humanos somos conscientes de nuestra propia existencia a diferencias de animales y plantas.

Pero no sólo se ha perdido la fe en Dios, también se ha perdido la fe en la propia interioridad, el encuentro con uno mismo, para darse generosamente a los demás. Hoy el individualismo y la búsqueda del placer invaden los corazones y las personas se están olvidando de la tercera pata.

La educación religiosa va más allá del hombre como individuo. Educar en la religiosidad implica educar para ser con otro. Primero con el Absoluto, con el Dios de la vida, y luego ser con los otros, sabiendo que todo lo que hago afecta a los demás.

La educación religiosa no se acota en hablar de una religión, sino que implica hablarle al hombre de sí mismo, de su propia capacidad de trascender, de salir de sí para el encuentro con sus semejantes. Encontrar el sentido de la propia vida como la capacidad de descubrir los propios dones para darlos a la sociedad y dejar esta partecita del mundo mejor de lo que estaba cuando llegué.

 

La familia es el lugar primigenio y privilegiado para crecer en espiritualidad y trascendencia. Allí somos con otros y todos los días tenemos oportunidad de darnos en pequeños gestos cotidianos. Allí de niños aprendemos a rezar, a ir a la Iglesia, a desarrollar las virtudes.

 

Si los padres no hablamos y vivimos la espiritualidad, los hijos no pueden tomar para sí esta vivencia, no lo pueden elegir. Es un error pretender que “cuando sean grandes pueden elegir si se bautizan o no”, ¿qué nos lleva a pensar que ir o no a la escuela no son opciones, pero ir o no a la iglesia si? ¿Acaso los contenidos académicos son más importantes que la espiritualidad? Para responder estas preguntas los padres deben preguntarse qué personas quieren educar, qué personas quieren que sean sus hijos cuando crezcan: ¿personas con virtudes y valores, capaces de transformar el mundo? O ¿personas egoístas, hedonistas e individualistas, que sólo piensen en su propio bienestar?

 
 
 

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